El prestigioso semanario británico The Economist tituló recientemente un artículo con una pregunta inquietante: “¿Está Colombia a las puertas del infierno?”. Publicado el 21 de septiembre de 2025, el texto describe un país atrapado entre la polarización política, la fragilidad institucional y la escalada de violencia que, en apenas cinco años, ha multiplicado el alcance del conflicto.
Las cifras son alarmantes: un aumento del 45% en el número de combatientes armados —22.000 hombres en armas— y 230.000 desplazados adicionales, junto con episodios de alto impacto como el asesinato de un candidato presidencial, el derribo de un helicóptero en Amalfi (Antioquia) y un carro bomba en Cali que dejó veinte muertos y más de setenta heridos.
Aunque la publicación reconoce avances económicos —crecimiento por encima del promedio regional, desempleo en mínimos históricos y un mercado bursátil en auge—, advierte que el verdadero talón de Aquiles de Colombia sigue siendo la seguridad y la gobernabilidad. En ese contexto, la política de Paz Total, emblema del presidente Gustavo Petro, aparece no como solución, sino como una de las causas centrales de la crisis. Lo que nació como un proyecto para cerrar todos los ciclos de violencia de manera simultánea ha terminado, según la ONU y múltiples analistas, fortaleciendo a los grupos armados y profundizando la desconfianza ciudadana.
Es aquí donde debemos detenernos: entender cómo y por qué la Paz Total, concebida como una apuesta transformadora, se convirtió en un factor de deslegitimación del Estado y de agravamiento del conflicto.
Una política débil desde el inicio
La Paz Total nació más como un discurso político que como una estrategia integral. Se sobrestimó la disposición de los Grupos Armados Organizados (GAO) y de las bandas multicrimen para abandonar las armas, y se subestimó la fortaleza de las economías ilegales que alimentan el conflicto.
La política careció de hoja de ruta clara, cronogramas realistas y, sobre todo, de un marco jurídico que diferenciara la negociación política (con actores insurgentes) del sometimiento judicial (con estructuras criminales). Esa ambigüedad derivó en mesas fragmentadas, ceses al fuego sin verificación y treguas que, lejos de pacificar, permitieron a los grupos reacomodarse y expandirse.
La contradicción fue evidente: mientras el discurso hablaba de paz, en los territorios la violencia y las finanzas criminales crecían, y las comunidades seguían esperando la presencia efectiva del Estado.
Factores estructurales y políticos del fracaso
El conflicto actual es más complejo que en épocas anteriores. Mientras las FARC representaban un adversario centralizado, hoy la violencia está dispersa entre múltiples actores: ELN, disidencias en varias facciones, Clan del Golfo y decenas de bandas de alto impacto. Esta fragmentación dificulta cualquier acuerdo integral.
A ello se suma la expansión de economías ilícitas —narcotráfico, minería ilegal, contrabando, tráfico de migrantes— que garantizan recursos constantes para los grupos armados. La debilidad del Estado en zonas periféricas, donde su presencia suele limitarse a la Fuerza Pública, refuerza la dependencia de las comunidades hacia estructuras ilegales que suplen funciones básicas.
En el plano político, la Paz Total cargó con expectativas desmesuradas. Se presentó como la solución definitiva a décadas de conflicto, sin priorización ni capacidad institucional suficiente. El gobierno usó el discurso como herramienta electoral, pero careció de consensos nacionales y de apoyo legislativo para sostenerlo. El resultado fue un proyecto sin base política, fácilmente erosionado por la polarización.
Instrucciones debilitadas y confianza perdida
La crisis institucional es otro factor crítico. La Fuerza Pública enfrenta desmoralización, déficit presupuestal, limitaciones de cooperación técnica internacional y órdenes ambiguas que generan pasividad. La inteligencia se ha debilitado y los planes de seguridad, como el Plan Ayacucho, quedaron desfinanciados.
La coordinación interinstitucional es mínima: el Alto Comisionado para la Paz, el Ministerio de Defensa, la Fiscalía y los entes territoriales actúan de forma fragmentada. Este desorden permite que se pierdan recursos y que las mesas de diálogo funcionen más como vitrinas políticas que como escenarios efectivos.
En la percepción ciudadana, el efecto es devastador. Muchas comunidades creen que el diálogo fortaleció a los grupos armados; las víctimas siguen revictimizadas y sin garantías. La opinión pública percibe un doble discurso: paz en los anuncios, violencia en la práctica. Esta brecha erosiona la credibilidad y mina la confianza en el Estado.
La dimensión internacional
La Paz Total tampoco puede entenderse sin su contexto externo. Los mercados ilícitos de cocaína y oro ilegal están en auge, financiando a grupos con alcance transnacional. Las fronteras porosas con Venezuela, Ecuador y Panamá facilitan la movilidad de combatientes y mercancías ilegales.
A esto se suma la presión internacional para mostrar resultados. La descertificación de Estados Unidos en materia antidrogas refleja el desgaste de la cooperación internacional y pone en riesgo la legitimidad de Colombia en escenarios multilaterales.
Consecuencias y perspectivas
El fracaso parcial de la Paz Total ha generado al menos cuatro consecuencias centrales:
- Escalada de la violencia, con mayor presencia armada en regiones antes pacificadas, confrontaciones entre GAO, asesinatos de líderes sociales y de firmantes de paz.
- Deslegitimación de la política de paz, que ya no se percibe como un proyecto de Estado sino como un recurso electoral.
- Mayor riesgo para comunidades y empresas, atrapadas entre la ausencia estatal y la presión de grupos armados, al ser instrumentalizadas en la confrontación con la Fuerza Pública.
- Pérdida de apoyo internacional, lo que limita la cooperación y reduce la credibilidad de Colombia como referente en resolución de conflictos.
El verdadero riesgo no es solo que la Paz Total fracase, sino que la sociedad termine acostumbrándose a convivir con la violencia. Si el Estado no recupera el control territorial ni replantea su estrategia, serán los grupos armados quienes sigan dictando las reglas en vastas regiones del país.
Conclusión: menos retórica, más resultados
Colombia debe entender que la paz no se decreta: se construye con capacidad estatal, desarrollo social y económico, seguridad en los territorios, confianza ciudadana y acompañamiento internacional. El fracaso parcial de la Paz Total no debe verse como destino inevitable, sino como una advertencia urgente.
El país necesita replantear la estrategia con liderazgo político y militar, articulando operaciones de seguridad con programas socioeconómicos y mejorando la coordinación institucional en las zonas donde los cultivos ilícitos siguen siendo el motor de la criminalidad.
La Paz Total, tal como está concebida, ha demostrado ser un espejo distorsionado de la realidad: prometió tranquilidad y ha entregado más violencia. El reto ahora es corregir el rumbo antes de que la violencia deje de ser un problema por resolver y se convierta en costumbre nacional.
Por ahora, los grandes ganadores son los GAO y demás agentes del crimen nacional y transnacional inmersos en las finanzas ilícitas. Los grandes perdedores son las comunidades vulnerables, la soberanía territorial, unas Fuerzas Armadas debilitadas, inversionistas en incertidumbre y la imagen internacional del país.
Previsiones a mediano plazo
El panorama para los próximos 12 a 24 meses no resulta alentador. Cuatro tendencias se perfilan con claridad:
- Mayor deterioro en la seguridad territorial, con expansión de economías ilegales y consolidación de estructuras criminales en áreas rurales y de frontera.
- Polarización política en ascenso, con la Paz Total convertida en bandera de choque electoral, lo que reducirá las posibilidades de alcanzar un consenso mínimo en torno a la seguridad nacional.
- Fragilidad institucional creciente, especialmente en la Fuerza Pública, que enfrenta desfinanciamiento, crisis de moral y limitaciones de cooperación internacional.
- Presión internacional y riesgos económicos, pues la descertificación antidrogas y la falta de resultados concretos podrían restar credibilidad al país, limitar la cooperación externa y elevar la percepción de riesgo para la inversión en sectores estratégicos.
En suma, si no se replantea el rumbo con decisiones firmes y consensos amplios, Colombia no solo enfrentará el fracaso de una política de paz, sino el peligro mayor de acostumbrarse a convivir con la violencia como parte de la normalidad nacional.